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ISSN 1989-4163

NUMERO 19 - ENERO 2011

Soñamos a Enrique Morente

Itziar Minguez

Esta tarde de lunes, 13 de diciembre de 2010, Enrique Morente estaría a punto de salir al escenario del Teatro Arraiga de Bilbao para hacernos sentir en la piel su genio brutal, espléndido e indiscutible. Iba a presentar su nuevo trabajo “el barbero de Picasso”.

A quienes teníamos intención de ir a verlo nos bastaba anticiparnos a la emoción de escucharlo en directo para que se nos erizara la piel. Sin embargo no está en Bilbao, en esta tarde de lunes, no podemos anticiparnos a esa emoción ni soñar con hundirnos en la butaca del teatro durante un par de horas mientras el mundo con todo su estruendo sigue girando alrededor, ahí afuera, como si no pasara nada, ajeno al duende que no puede ni podrá definirse porque está todo contenido en el nombre y apellido de este cantaor de Granada, del barrio del Albaicín.

Sentí, siempre que lo vi actuar, un estremecimiento que parecía surgir de las entrañas de la tierra, como su cante. Dulce y aterciopelado, de una ternura infinita, pero con una garra que hacía disfrutar y padecer al mismo tiempo. Mucho se hablará en estos días sobre su arte, tanto que cuando estas palabras salgan a la luz ya todo parecerá manoseado y viejo. Un renovador del flamenco, el más grande de su tiempo, inimitable y único; todo lo hacía bien. Se atrevió con María Zambrano, Cervantes, San Juan de la Cruz o José Hierro. No tenía otro límite que el de su propio sentir. No hizo nada que no quisiera o en lo que no creyera y se notaba. Tal vez en ese ejercicio de sinceridad consigo mismo y con su público radicaba su éxito y el respeto que se le tenía. En su disco Morente sueña la Alhambra  cantó una carta que Miguel de Cervantes escribió al Conde de Lemos cinco días antes de morir; dijo Morente que este texto le emocionó, por eso quiso prestarle su voz; un fragmento de la carta decía así: “Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y con todo esto llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”.

Mientras las noticias previas a su fallecimiento hablaban de una muerte cerebral, me preguntaba cómo puede un cerebro, una mente como la suya morir.

Enrique Morente no era un renovador del flamenco o no sólo eso, era más, era un visionario, un ser capaz de conjugar pasado y futuro como si tuviera el don de habitar todos los tiempos a la vez, los vividos y los por vivir, ese don de la ubicuidad para el que muy pocos están llamados.

El Molino de Barcelona, recientemente reinaugurado, tuvo el raro privilegio de acoger su última actuación en los martes flamencos que con el título de poco ruido y mucho duende  se estrenaban precisamente con la que fuera la última puesta en escena de su cante. Fue el 23 de noviembre, bajo la dirección artística de la cantante Mayte Martín. Cuánto hubiéramos dado muchos por estar allí. Cuánto daríamos todos porque él siguiera aquí. Cuánto daría yo por estar a punto de salir de casa, caminar hacia el teatro y desaparecer en la butaca, dispuesta a celebrar el universo que nos ofrecía tan generosa y coherentemente, presta a abandonarme a ese eco cavernario de su voz, gruta hospitalaria de ancestros y futuros, canal de agua infinita; porque sonaba a agua su voz, al agua de las fuentes de la Alhambra, que era su sueño y su realidad. Porque se sueña lo que se tiene.

Morente soñaba la Alhambra. Nosotros soñamos a Morente.

 

Enrique Morente

 

 

 

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